domingo, enero 13, 2013

Descubriendo a John Cage: Sobre ruidos, panes y perros

Por David Antona González

John Cage: 1912-1992 Compositor, instrumentista, escritor, filósofo aficionado a la micología y a la vez recolector de setas estadounidense. Pionero de la música aleatoria, de la música electrónica y del uso no estándar de instrumentos musicales. Cage fue una de las figuras principales de la vanguardia de la postguerra. Los críticos le han aplaudido como uno de los compositores estadounidenses más influyentes del siglo XX.


 Volver al silencio es volver al tiempo “0´00”, saltar a la nada para desde allí reconstruir quizás una música de la existencia, proponer un conocimiento armonizador, práctico y en definitiva poético
John Cage

Los hallazgos cotidianos son los que más debemos valorar, porque nos permiten oír, como diría John Cage, el compositor americano que ha inspirado estas líneas, la música de la existencia. Una capacidad de escucha nueva que depende a veces de factores que escapan a nuestro entendimiento. Hasta que un día estamos en un estado de percepción próximo al vacío y oímos ruidos que antes no percibíamos. De repente, sin saber porqué, se nos han abierto lo que nuestros mayores llamaban las “entendederas”. Y hemos adquirido una capacidad de oír de una forma distinta a la habitual algunos de los ruidos del mundo.
Para que me entiendan los que leen estas líneas, voy a referirme a un sonido cotidiano, convencional y repetido, al que hasta ahora le daba muy poca o ninguna importancia: me refiero al pitido que en el pueblo de Montealegre, donde estoy ahora, anuncia la llegada de la camioneta que reparte el pan. Un ruido que si tarda en sonar cuando estoy apostado en una esquina de la calle principal del pueblo, me puede llenar de desazón y de dudas sobre mi capacidad para conseguir ese pan tan necesario. Es decir, sin esfuerzo, sin estar avizor, con el cuello tendido, atento al menor ruido. Como lo están los vecinos, que barruntan la llegada de la camioneta sin tener que salir de sus casas y sin asomarse a sus puertas.

A mí sin embargo me llena de desazón el silencio de la calle, ese maldito pitido que no suena y la mala costumbre que tengo, para matar el tiempo, de contar mis pasos: cinco hacia adelante y cinco hacia atrás. Hay días en que, a fuerza de esperar, se me vienen unas ideas extrañas a causa del pan. Retrocedo hacia unos años que yo no conocí, pero que conocieron mi padre, mis tíos y mis abuelos. Los años de la postguerra, años del pan escaso, o del “pan y cuchillo”, que describió Miguel Hernández.
A veces aprieto el monedero que llevo en el fondo del bolsillo y se me ocurre pensar que voy a volver a casa sin un pan debajo el brazo. Salvo si a última hora, como ya me sucedió en un par de ocasiones, sale una vecina que me ve plantado en la esquina y me comenta que no oiré el pitido porque la camioneta ya pasó. Pero que si corro, la puedo alcanzar a la altura de la iglesia de Santa María.


Me quedo con la pluma en alto e intento recuperar la idea inicial. Una idea que me venía rondando desde que descubrí la figura de ese compositor estadounidense llamado John Cage. Autor de una obra ensalzada por los unos, a causa de su carácter nuevo y experimental y denostada por otros, a causa de sus provocaciones y sus excentricidades. Sin embargo, Cage era todo menos un provocador. Su obra y su pensamiento se pueden resumir en una idea sencilla: debemos tomar conciencia del valor del “silencio”. Y más allá, de la importancia que se merecen los ruidos que nos rodean. Solo así aprenderemos a “escuchar” y a “oír”. Porque “si se presta oídos al mundo, el oído se llena de ruidos”. De sonidos que ya ni se oyen y que si los escuchamos con atención, van a tomar un valor y un sentido nuevo.
Un poco complicado pero forzosamente interesante, el esfuerzo que nos va a exigir el adentrarnos en la maraña de la obra de un artista y un creador que pretendía nada menos que “reconciliar a los oyentes con la vida moderna y sus ruidos”. Y que quería ayudarnos a apreciar el valor del silencio, una palabra que procede del latín “silere”, que significa “callar”, “estar callado”.

Si asistimos a la representación de una de sus obras más famosas, “4´33”, tendremos que aprender a estarnos quietos en nuestros asientos y a no ceder a la tentación de increpar al intérprete o a maldecir al autor. Intentemos comprender el significado de tan insólita llamada de atención. Porque “4´33”, más allá de su sentido aparentemente provocador, es sobre todo una ilustración de la afición de Cage a incitar a la reflexión de sus espectadores o de sus oyentes. “4´33” es la duración de una obra experimental, durante la cual los espectadores contemplan a un pianista que va a permanecer sentado ante su instrumento sin tocar una sola de sus teclas. Y que al final de su “intervención” se levantará, bajará la tapa del piano y desaparecerá de su vista.
“Detener la rueda de la escucha intencional” , tal era la intención de Cage al someter a sus oyentes a una prueba en la que estaban reunidos todos los elementos tradicionales de un concierto: la sala, el público, la obra, el intérprete y el piano. Y por supuesto el silencio expectante, casi religioso que suele acompañar a este tipo de actos. Cuatro minutos y treinta y tres segundos de escucha exacerbada por el silencio y la espera de las primeras notas. Con los segundos y los minutos desgranándose lejos de la sacralización habitual de los conciertos. Sin más ruidos ni más sonidos que los convencionales, los que no se escucha o no se oyen nunca: los carraspeos pronto silenciados, los rumores del auditorio, los crujidos de los asientos y los pasos del pianista al acercarse o al alejarse de su instrumento.
Tal era el mensaje que Cage quería trasmitir: los sonidos de carácter cotidiano, no instrumental, no dignificados por lo que llamamos arte, forman parte de nuestra existencia. Como lo comenta uno de sus biógrafos: “El principio rector de su obra era su deseo de reconciliarnos con los ruidos de la vida moderna, algo que solo podría lograrse eliminando las barreras que separan al arte de la vida. Cage pensaba que la muerte del autor acompañaría el nacimiento del oyente. Así entendía él el sentido de la música experimental: como el nacimiento a una escucha atenta”.


  Esa escucha nueva, agudizada por la lectura de las reflexiones de Cage sobre el valor del silencio, de los ruidos y sonidos que acompañan nuestra existencia, fue la que a mí me permitió vivir otro pequeño suceso que narraré a continuación. Suceso, que añadido a la espera tensa del pan y del ruido de una camioneta, me han convertido casi sin saberlo en un discípulo o un intérprete ambulante de las teorías de este creador norteamericano.
Hace unos días me lancé, carretera adelante, hacia Valdenebro, dejando a mis espaldas la mole del castillo de Montealegre y sus casas pardas, alineadas a sus pies sobre una suerte de espinazo. La pendiente de la carretera me suele llevar, casi sin esfuerzo, a una pequeña alameda situada a dos o tres kilómetros del pueblo. Y unas decenas de metros más allá a un recinto rodeado de una cerca metálica donde retozan un par de docenas de perros de caza pertenecientes a una rehala.
Habitualmente, me planto frente a ellos y basta con que uno advierta mi presencia, para que los demás acudan y me acojan con un concierto de ladridos. Extrañamente, aquella mañana, ninguno de los perros se dignó acudir a mi encuentro. Ni escuché el menor ladrido. Molesto por este silencio, esta falta de atención, me planté a un lado de la carretera y ladré, ladré ruidosamente en dirección de la rehala. (No sin haber comprobado antes que estaba solo en medio de los campos que rodean el pueblo).
Mis esfuerzos se vieron de pronto premiados. Al oírme, un perro se abalanzó por fin sobre la cerca metálica y empezó a ladrarme. A los pocos minutos, dos perros se añadieron a él. Hasta que la rehala en su casi totalidad me devolvió ese sonido o concierto de ladridos con los que estos perros me saludan habitualmente cuando a la ida, apurado mi paseo, he llegado a su altura.

Fuente rebelion.org

3 comentarios:

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