miércoles, octubre 21, 2009

Cómo filmar El capital


Presentada por el Goethe-Institut, en el docBsAs podrá verse la versión abreviada de la magnífica película-río que el omnívoro Alexander Kluge le dedicó el año último al tratado clave de Karl Marx. Jean-Luc Godard señaló alguna vez que existen dos tipos de cineastas: los que quieren hacer películas a cualquier precio y los que quieren hacer una película determinada. A la segunda categoría habría que agregarle un inciso: una película determinada que se considera imposible de filmar.

Sergei M. Eisenstein (1898-1948) pasó a revistar definitivamente en la última de estas subcategorías cuando a fines de la década de 1920 se propuso adaptar el farragoso contenido de El capital (1867), el tratado económico-político de Karl Marx, al lenguaje cinematográfico.

Eisenstein, la mente más brillante y minuciosa de aquel cine que conjugaba vanguardia y revolución, no pudo consumar el proyecto, pero es la inevitable alma tutelar que preside Noticias de la antigüedad ideológica: Marx, Eisenstein, El capital, la película de nueve horas y media que el año último, mientras el mundo entraba en una nueva crisis financiera, dio a conocer el alemán Alexander Kluge.

Tal vez fuera necesaria una filmografía como la alemana (que ya alumbró proyectos fílmicos tan monumentales como Hitler, de Hans-Jürgen Syberberg, y Berlin Alexanderplatz, de R. M. Fassbinder) y un cineasta omnívoro, esa figura artística e intelectual que parece pertenecer al siglo XX antes que al actual, para poder reflotar el proyecto.

Kluge (Halberstadt, 1932), como prueba su biografía, pertenece a esa especie en extinción: estudió derecho e historia, frecuentó a Theodor Adorno y el Instituto de Investigación Social, colaboró con Fritz Lang y fue uno de los propulsores del Nuevo Cine alemán que tuvo su bautismo de fuego, en los años 60, con el Manifiesto de Oberhausen.

El adjetivo omnívoro puede entenderse de manera todavía más precisa si se ven sus películas (Los artistas bajo la carpa del circo: perplejos, entre otras) o se lee El hueco que deja el diablo, el único de sus libros que circula en español y en el que los breves relatos pasan con fluidez de un accidente automovilístico sufrido por Hitler en 1931 a la tragedia de Chernobyl, de la perra Laika y el final de Cartago a la película dilecta de Walter Benjamin o los filmes perdidos de Murnau.

Noticias de la antigüedad ideológica (que el Goethe-Institut presentará en el docBsAs en la versión de menos de una hora y media, abreviada por su autor) también aprovecha "el mundo fantástico de los hechos objetivos" que frecuentan sus relatos. No se limita a ser la seca puesta en escena de un libro áspero y abstracto; por el contrario, aprovecha todas las líneas de fuga que permite el texto de Marx.

Los excursos de la película son extensos y variados: un diálogo con el poeta Durs Grünbein sobre la versión didáctica en verso homérico que Bertolt Brecht realizó del Manifiesto comunista hace contrapunto a una excelsa conversación con el escritor Hans Magnus Enzensberger. En ella, ambos imaginan (Kluge, hay que decirlo, es un entrevistador excelente) de qué manera podría haberse representado la crisis de 1929 o podría dar forma a un poema sobre temas en apariencias tan áridos como la economía.

Kluge es fiel a Eisenstein con una perseverancia siempre inteligente. Después de filmar Octubre, su opus sobre la Revolución de Octubre, el director soviético había llegado a la conclusión de que el único desafío creativo que le quedaba era abordar El capital. "La estructura de la obra surgirá de la metodología del cine-palabra, cine-imagen, cine-frase", consigna en octubre de 1928, en una de las entradas de su diario.

Su libro de cabecera en aquellos tiempos era el Ulises de Joyce, que lo inspiró en su proyecto de filmar a Marx. El cineasta, que se encontraba afectado por una ceguera temporaria, se reunió con el escritor irlandés (que al mismo tiempo pensaba en él o Walter Ruttmann para llevar a la pantalla grande su novela).

"No soportaba la idea de tener que reducir las 29 horas de filmación, que para él eran muy importantes, a dos horas -cuenta el propio Kluge en una reciente entrevista en el Frankfurter Allgemeine Zeitung-. Como ya no puede leer en voz alta [estaba perdiendo la vista], Joyce pone un disco en el que lee el Ulises. A partir de allí ambos tramaron una ´dramaturgia esférica´, un cine sin narración lineal; las cosas deben girar unas alrededor de las otras, tal como lo hace un sistema planetario, en todas direcciones. Esto es épica, ya el Talmud babilónico había sido escrito de esta manera."

El crac financiero de 1929 y la desconfianza de los potenciales productores le darán el golpe de gracia al proyecto.

Kluge siguió esa estructura esférica que habían ideado el cineasta y el escritor. Su película está conducida por leyendas y consignas escritas que cambian de tipografía y color de pantalla, manteniendo siempre alerta la atención. El procedimiento recuerda el distanciamiento estipulado por Brecht y las frases que intercala en sus obras el propio Godard, otro creador de ambiciones teóricas. Actores leen fragmentos de El capital de maneras diversas (desde la salmodia al recitado), pero también de otros textos de Marx. La prosa, pese a su frialdad técnica, se revela así de una vitalidad casi narrativa.

Una de las virtudes de la película proviene del efecto que el curioso modo de distribución tiene sobre su forma: la película -el dato quizá diga mucho sobre el futuro del cine- no fue pensada para su estreno en salas comerciales, sino para ser editada en DVD (por la editora Suhrkamp).

El film tiene, a pesar de la riqueza de sus estribaciones, un núcleo duro. Se trata de El hombre en la cosa, un corto autónomo firmado no por Kluge sino por Tom Tykwer. La imagen de una calle, un edificio, una mujer que camina, luego corre y queda inmovilizada es la coartada para presentar un "pequeño Marx explicado a los niños".

Haciendo foco en algunos de los muchos elementos que componen la instantánea, la lente va desbrozando las redes de historia material que acumula cada uno de esos objetos, de la tela y las botas de la mujer al portero eléctrico o las cerraduras, del adoquinado a la goma de mascar o la colilla aplastada contra el suelo.

La escena final, con una muchacha que busca en el cementerio de Highgate, en Londres, la tumba del filósofo, es reveladora. Marx no está bajo el gran busto que lo conmemora, sino en los confines más silvestres del terreno, resguardado por una lápida en pésimo estado. No es, sin embargo, un final nostálgico. A Kluge no le interesa reivindicar a un Marx hace tiempo muerto. Lo ve, en todo caso, como una usina de ideas para reflexionar sobre la experiencia humana. Como él mismo sugiere: es el "boy-scout que nos puede guiar a través de un mundo altamente complejo y llevarnos de vuelta a la antigüedad".

Fuente: La Nación (Argentina)

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